En los últimos años, el término discurso de odio ha cobrado fuerza en el debate público y jurídico a nivel mundial, generando controversias y múltiples interpretaciones. Pero ¿qué es realmente el discurso de odio y por qué es fundamental que los países, incluido el nuestro, lo incluyan en su legislación?
El discurso de odio se define, en términos generales, como toda expresión que incita, promueve o justifica el odio, la violencia o la discriminación contra una persona o grupo en razón de características como su raza, religión, nacionalidad, orientación sexual, discapacidad u otras condiciones protegidas. No se trata, por tanto, de cualquier opinión crítica o impopular, sino de manifestaciones que, por su contenido y contexto, pueden desencadenar daños reales y graves en la convivencia pacífica y la dignidad humana.
La historia ofrece lecciones dolorosas sobre las consecuencias de permitir la propagación del odio. En la Alemania nazi, la propaganda antisemita alimentó el Holocausto; en Ruanda, las emisoras de radio que promovían el odio étnico fueron catalizadoras del genocidio de 1994; y en la antigua Yugoslavia, los discursos incendiarios exacerbaron el conflicto bélico y la limpieza étnica. Estos trágicos episodios nos recuerdan que el discurso de odio no es inofensivo: es un detonante para la violencia masiva y las violaciones de derechos humanos.
Incluso en democracias contemporáneas con políticas migratorias estrictas, como Estados Unidos y varios países europeos, el aumento de discursos hostiles ha contribuido al crecimiento de la xenofobia y los crímenes de odio, desestabilizando la cohesión social y atrayendo condenas internacionales.
Los organismos internacionales, como la ONU, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la UNESCO, han recomendado de manera insistente que los Estados adopten marcos legales claros para prevenir y sancionar el discurso de odio. Estos organismos advierten que dejar vacíos legales en esta materia abre la puerta a la impunidad y pone en riesgo la estabilidad democrática y los derechos fundamentales de las personas más vulnerables.
Sin embargo, para que el discurso de odio sea tipificado como delito, es imprescindible que cumpla con elementos bien definidos y objetivos. No cualquier expresión ofensiva o controvertida puede ser penalizada: debe existir una incitación directa y pública al odio, la discriminación o la violencia, de modo que la acción trascienda la mera opinión y se convierta en un acto lesivo para el orden social y los derechos de otros. La claridad y precisión en la redacción legal son esenciales para evitar abusos o interpretaciones erráticas.
Algunos sectores han manifestado preocupación por un posible choque entre estas normativas y el derecho fundamental a la libertad de expresión y de prensa. Sin embargo, la propia jurisprudencia internacional ha dejado claro que la libertad de expresión no es un derecho absoluto. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha subrayado que este derecho encuentra límites legítimos cuando su ejercicio afecta gravemente los derechos de otros o la seguridad pública. De hecho, establecer límites al discurso de odio no solo no viola la libertad de prensa, sino que contribuye a fortalecerla, al garantizar que el espacio público sea un lugar de debate plural, respetuoso y seguro para todos los sectores de la sociedad.
En este contexto, es importante recordar que los proyectos de ley que un senador o diputado presenta ante el Congreso Nacional no solo constituyen un derecho constitucional, sino que representan un deber fundamental para el cual fuimos electos y por lo cual el pueblo nos confió su voto. Presentar iniciativas legislativas es la expresión más genuina del mandato popular y de las responsabilidades inherentes a la función congresual, incluso si dichas propuestas pudieran ser consideradas erróneas o equivocadas por ciertos sectores. Esto jamás puede justificar actos de violencia, campañas de descrédito ni ataques personales contra un legislador por el simple hecho de ejercer la principal obligación dentro de sus funciones constitucionales. En todo caso, la oposición legítima a cualquier proyecto debe encontrar su cauce natural en el debate democrático, dentro del propio Congreso, donde se cuenta con los mecanismos adecuados para contrarrestar o mejorar cualquier iniciativa. Más aún, recordemos que ningún proyecto de ley entra en vigencia de manera automática: debe pasar por el tamiz riguroso de todo un Congreso y, finalmente, puede ser observado o vetado por el Poder Ejecutivo.
Cabe destacar que este tipo de proyectos, en medio de un escenario nacional donde se han fortalecido significativamente las medidas migratorias, también sirven como una herramienta clave para proteger al pueblo dominicano frente a la comunidad internacional. Nos permite frenar o contrarrestar cualquier calificación negativa que pretendan imputarnos desde el exterior, ya que podríamos exhibir, además del encrudecimiento de las medidas contra la migración ilegal, un sólido compromiso con la prevención de arbitrariedades y la defensa de los derechos fundamentales universalmente protegidos. La aprobación de este tipo de leyes demostraría que la República Dominicana es un Estado responsable, que actúa con firmeza pero también con respeto absoluto al marco legal internacional.
Por ello, hacemos un llamado urgente a la tolerancia, al respeto y a las discusiones jurídicas y académicas serias y responsables. La sociedad dominicana, especialmente su comunidad más pensante, no puede permanecer en silencio ni en la indiferencia frente a este desafío. Debemos asumir el compromiso de defender posturas ecuánimes, informadas y equilibradas, que velen tanto por la protección de los derechos fundamentales como por la preservación de nuestras libertades democráticas.
Igualmente, extendemos una invitación franca a los grupos nacionalistas y a todos los sectores de la sociedad: la defensa de la patria y los valores nacionales debe ser siempre compatible con la tolerancia y el respeto a los derechos ajenos. Solo así podremos construir una sociedad verdaderamente fuerte, cohesionada y democrática.
No debemos olvidar que cada 18 de junio se celebra el Día Internacional para Contrarrestar el Discurso de Odio, proclamado por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Esta conmemoración nos recuerda que la lucha contra el odio y la intolerancia no es solo un compromiso local, sino una causa global, que exige legislación efectiva, diálogo respetuoso y un compromiso ético inquebrantable.
Hacer frente al discurso de odio no significa limitar la crítica ni amordazar la disidencia; significa trazar una línea clara entre la libertad legítima y el abuso que pone en riesgo la dignidad y la paz social. Como nación, tenemos el deber ético y jurídico de avanzar hacia ese equilibrio.
Autor
Rafael Barón Duluc Rijo